sábado, 12 de febrero de 2011

La opípara cena de Olegario Brunelli








NOTA: Este sí, es un texto exclusivo de Slictik. Su personaje se retira a su habitación y pide una opípara cena. No intervienen otros autores o personajes. Algo así pretendo que suceda en el nuevo Hotel Convento de los disparates, en la sección de las habitaciones. Cada huésped desarrollará en ellas sus propias historias y monólogos, con absoluta libertad.

Observarán que no está terminada. No hubo tiempo. En otro universo paralelo, en el Parnaso, donde los dioses controlaban la vida de nuestros personajes en el hotel de abajo, también se produjo otra cena, que tal vez conocerán más adelante.



LA CENA OPÍPARA DE OLEGARIO BRUNELLI

Brunelli, un tanto nervioso y descentrado debido a las circunstancias, de todo punto imprevisibles, advenidas a su llega al hotel, decide retirarse a su habitación para descansar del largo viaje. Su mente, habitualmente despierta, está tensa de tanta preocupación. A punto ha estado de perder el peluquín, ha conocido gente nueva y además a topetazos, en su oronda panza tan solo lleva una ensalada y un bistec de plástico obsequio de las líneas aéreas. Necesita descanso, mucho descanso, pero antes se regalará con una opípara cena que ponga las neuronas en su sitio, que aleje el estrés que le producen siempre los nuevos entornos, los conocimientos apresurados y con frecuencia accidentados de nuevas personas y circunstancias.

Se ha despedido de la concurrencia con discretas palabras, sin dejarse convencer por los cariñosos ofrecimientos para compartir mesa y mantel del doctor Filidor y sobre todo de Matilde, cuyas muestras de afecto han sido arrebatadoras. En el fondo de su corazón hubiera deseado quedarse, charlar amigablemente con todos al tiempo que llena su vacío existencial con sabrosas y sustanciosas viandas, regadas con un borgoña o un buen vino de la tierra, pero le pueden sus miedos. Brunelli es un hombre con tantos miedos que su último terapeuta le contrató a su vez para ahuyentar las fobias que contrajo por epidemia verbal de su paciente más enrevesado y peligroso. Al final se vieron obligados a llegar a un acuerdo justo y equitativo, Brunelli no satisfaría los altos estipendios que pedía el terapeuta por cada consulta y a cambio le contaría algunos chistes y realizaría sus shows en la propia consulta para que el doctor pudiera recuperarse de la angustia vital generada al escuchar las azarosas y desgraciadas vivencias interiores de Brunelli.

Olegario padece numerosas fobias, entre las que el miedo a sus congéneres, a sus compañeros genéticos de especie, es una de las más virulentas. Le impide desarrollar una vida normal y corriente y solo el humor le ayuda, evitando que sus excentricidades y conductas nada arquetípicas puedan ser interpretadas como locura irredimible e irremediable. Cuando se deja llevar por fobias o manías obsesivo-compulsivas las enmascara alegando que se trata de improvisaciones o entrenamientos de sus nuevos shows. Esta es una de las razones que le ha obligado a declinar el generoso ofrecimiento de sus nuevos amigos, pero es que hay otras igualmente importantes. Brunelli acostumbra a comer como un cerdo, le disgusta la etiqueta más elemental y su trasiego de viandas y bebidas escandaliza a sus compañeros de mesa, al tiempo que le convierten en un ceporro con el que es imposible cambiar una palabra. Como una boa constrictor se embute de alimentos hasta entrar en un estado de hibernación catatónica que le hace cerrar los ojos y aislarse del mundanal ruido. En cambio no cierra otros orificios por los que se escapan huracanes y tornados de aire fétido. Sus regueldos y ventosidades le obligaron a huir de las comidas comunitarias como un demonio huiría de las iglesias y catedrales.

Las sobremesas de Olegario son de todo punto malsanas para cualquier miembro de la especie humana, en cambio los cerdos dirían que se sienten muy a gusto a su lado si pudieran hablar. A los regueldos y ventosidades se unen sus espantosos ronquidos -acostumbra a dormirse ipso facto, apenas terminado el almuerzo- que parecen los rugidos de un dragón (cuando come picante el fuego que echa por la boca hace la comparación más idónea aún). Las numerosas razones que tiene Brunelli para huir de las invitaciones a comer y cenar le hacen parecer un tipo más bien huraño y misántropo pero a cambio se hace servir en la intimidad de su suite las comidas más opíparas y pantagruélicas de que se tiene conocimiento desde Gargantúa y Pantagruel y las bodas de Camacho cervantinas. En alguna ocasión alguna camarera le ha encontrado con la camisa desabrochada y en calzoncillos, roncando sobre la mesa, y tan amoratado por la digestión que ha podido con ella el histerismo y ha salido chillando en busca de un médico. Este es un dato que sólo conoce el dios Rásec y que le ha pasado a este narrador en una nota enviada por Mercurio, el de los pies alados, mensajero de los dioses del Parnaso.

Tras muchos cabezazos, es decir movimientos corteses de cabeza, y palabras afectivas de reconocimiento y deseos generosos de que su amistad recién nacida dure para siempre, Brunelli se despide y mientras el doctor Filidor y sus acompañantes se disponen a pasar una agradable velada a una mesa del restaurante, compartiendo una sustanciosa cena y una conversación digna de Madame de Sevigné, Brunelli, solo y abandonado a su suerte, cruza el vestíbulo de nuevo, de tan infausto recuerdo, y se dirige hacia los ascensores. Antes hace una seña al simpático botones, que cada vez le resulta más simpático a Brunelli, y le susurra a la oreja, como temiendo que alguien pudiera enterarse de sus perversos designios, que le mande al maitre, en cuanto pueda, para encargar una opípara cena. El botones transmite el encargo al conserje y decide acompañar a Brunelli intuyendo una sustanciosas propina. Ya en el ascensor Olegario mira el techo intentando disimular la efervescencia de sus jugos gástricos y el hilillo de saliva o baba que se le cae por la comisura de la boca. El botones no deja de mirarle, observa atentamente cada uno de sus gestos y se rasca la cabeza y la nariz de vez en cuando, como diciéndose que no ha visto tipo más raro en su vida.

Ya en su suite estrecha la mano del botones, en la que ha puesto una larga propina, y le encarece mande rapidamente al maitre, estará listo para encargar la cena en cuanto se de un corto baño. Unos diez minutos, tal vez menos. Como el botones no se da por aludido Brunelli le empuja hacia la puerta, arroja una moneda al pasillo y mientras el botones se agacha para recogerla, da un portazo y echa el pestillo por dentro. Olegario odia que interrumpan su intimidad, sobre todo cuando va a comer o a bañarse. El narrador obvia el streaptise íntimo de Brunelli por razones realmente obvias. Lo que sí puede decir, sin temor a ser expulsado del gremio de narradores por obsceno, es que la barriga de Olegario, al desnudo, es mucho peor de lo que ustedes se imaginan. Echado en una amplia bañera, tiene que ser amplia para contenerle a él, no deja de echar toda clase de potingues al agua, que si gel de baño Eau de roses, que si espumilla de romero con tomillo, que si perfume líquido del jardín del Edén, etc. El baño rebosa de espuma y cae al suelo para que lo limpie mañana por la mañana la empleada de limpieza, Rosita Temprana. Brunelli no deja de cantar las canciones de sus ancestros. ¡Oh sole mío!, Venechia di nocte, Florenchia cuanto ti amo, etc.

Lo que me van a permitir que les cuente, haciendo contrapunto con tanta belleza, es un hecho realmente íntimo y desagradable, más bien diría repugnante, que un narrador normal y corriente obviaría por razones obvias, pero yo soy un rebelde, un nuevo Prometeo que viene a traerles a ustedes el fuego candente de la verdad y por lo tanto ni temo a los dioses, ni a los hombres, ni siquiera a los lectores. El hecho escueto es el siguiente: Brunelli se ha olvidado de hacer pis antes de sumergirse en la bañera, como le ocurre con frecuencia por otra parte, y ahora siente unas ganas inmensas, océanicas. Ni se plantea salir de la bañera porque su barriga se lo impediría una y otra vez. Intentaría ponerse de pie y caería en el líquido espumoso, una y otra vez, una y otra vez.

De nuevo Hermes, mensajero del dios Rásec, llama al orden al narrador. No se puede tratar así al pobre Brunelli, no se lo merece y además es mentira. Eso es cebarse en el personaje. Un comportamiento tan miserable merecería un severo castigo de los dioses. Este humilde narrador agacha la cabeza e implora perdón. Por esta vez será perdonado. Despido a Hermes, sin propina, quien antes de hacerse invisible ante mis ojos me lanza una amarga mirada de reproche por obligarle a un trabajo tan agotador y estúpido. Pero así son las cosas también en el Parnaso, no importa que uno sea hombre o dios, donde hay patrón no manda marinero, así en la tierra como en el cielo.

Siento la tentación de superar a James Joyce en su famosa y revolucionaria novela Ulises. Podría describir cómo ese trocito de carne, cuyo nombre no menciono por miedo al dios Rásec, va espulsando al agua, espumosa y odorífera, sus residuos líquidos, también llamados orina o aguas menores. Si describiera esta escena (que no la estoy describiendo, tan solo me planteo una hipótesis retórica: ¿cómo lo haría si lo hiciera?) entonces podría hablar de la gran toxicidad de estos residuos líquidos, de la contaminación que producen, superando ampliamente el protocolo de Kyoto, y de otros muchos detalles, muy morbosos pero de gran interés, que suceden en la intimidad de nuestros cuartos de baño, cuando nadie nos ve y que ningún novelista se atreve a narrar por miedo a ser expulsado del sancta sanctorum de la literatura.

¿Qué cómo la tiene Brunelli?. No me tienten, no lo hagan, no sean malos. El dios Rásec me fulminaría con uno de sus terribles rayos. No, me niego, rotundamente no. Ni el propio Joyce se atrevería a semejante marranada. Si han leído la clásica obra, en la que el protagonista, Leopold Bloom, hace casi de todo (bueno, no me acuerdo si se hurga la nariz o no) observarán con alivio que al autor ni se le ocurre mencionar cómo la tiene Leopold Bloom. Esto no le importa a nadie. Bueno, tal vez al simpático público de los actuales programas basura. Sin embargo les aseguro que a mi, al narrador, le importa un comino lo que le importe a ese público. Si fuera director de uno de esos programas, contratado por un buen pastón, entonces sí, entonces sentiría gran interés por lo que gusta o no a ese maravilloso público. Y hasta puede que les diera ese detalle, así como quien no quiere la cosa. No obstante la realidad se impone y como humilde narrador que soy, paso como pisando huevos por ese morboso detalle.

No voy a ser más papista que el papa, ni más yoisista que el propio Yois. Imaginen ustedes cómo me tratarían mis lectores, mi amable público, si a este genio de la literatura le pusieron como chupa de dómine, y ello por recrear intimidades repugnantes de sus protagonistas. Yo no voy a caer otra vez en ese error, para eso sirve que el prójimo tropiece en las piedras, para que no lo hagamos nosotros. La imaginación del lector llegará donde no llega el verbo cálido de este humilde narrador. Esto que les acabo de decir es un axioma literario y si no se lo creen, peor para ustedes.

Corramos un tupido velo para llegar al momento en que Brunelli se enfunda en su albornoz, blanco con un escudo de un equipo de futbol cuyo nombre no voy a desvelar, blanco es un decir para que ustedes me entiendan, y donde se limpia los mocos tras hurgarse en ambos agujeros de la napia. No tiene tiempo ni de echarse encima tres frascos de colonia porque en ese momento llaman a la puerta.

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